La mujer del sombrero.

 

La conocí en un museo. De hecho, en la tienda del museo. Después de ver decenas de paisajes y personajes protagónicos, me dirigí a la tienda para ver más. Aunque no estaban en carne y hueso, esta visita me permitió prolongar el éxtasis que su creador me provocaba. 

La encontré en un anaquel. Como si estuviera viendo portadas de discos viejos, pasaba de uno en uno aquellos pedazos de cartulina impresa plastificados. Parecía que sabía lo que estaba buscando, al pasar de uno a otro con cierta velocidad. Realmente sólo tenía prisa por conocerlos a todos, sin el cuidado de detenerme por miedo a jamás llegar al final y perderme de alguno. 

De pronto, como si realmente supiera lo que buscaba, apareció ella. Supe que la conocía de siempre. 

Lo primero que me atrapó fueron sus ojos. Creo que me vi en ella. Con un talento nato para tener los ojos abiertos sin estar presente. Como si fueran una pantalla o telón que protegiera la procesión de pensamientos que se desenvuelven involuntariamente. 

Tiene los ojos con la mira en nada, porque no tienen un objetivo particular más que simular participación en ese espacio. En ese momento, ella no está ahí realmente. 

Después me fijé en su sombrero. Un sombrero que no hace juego con su vestimenta, ni con el lugar que la envuelve. Es un sombrero de gala, que originalmente acompañaría un vestido rojo de noche. Lo estrenó en una noche especial, para ver la ópera tal vez. 

Me la imaginé de la mano de un caballero. Ella durante meses estuvo deseando llamar su atención. Lo que para él fue una noche más, para ella fue un sueño hecho realidad. En minutos imaginó su vida juntos, para notar la mañana siguiente que esta ilusión no era compartida. 

El vestido rojo dejó de quedarle con los años. Después las polillas lo botanearon, hasta que se vio obligada a desechar lo que quedaba de él. Pero no el sombrero, aquél sombrero viviría para contarla. 

Ella portaría aquél sombrero casi diario, y lo cuidaría hasta el grado de llevar una sombrilla con ella por si llovía, para protegerlo de la intemperie, aún cuando no había señales de lluvia al salir de casa. Hoy, como casi todos los días, había elegido ponérselo. Como si cargara en él las ilusiones de su juventud y no quisiera perderlas ni por un segundo. 

Finalmente, admiré su elección de bebida. Tantas otras habrían sido más coherentes. Un brandy por ejemplo,  que tantas mujeres de su edad preferían cuando hacía frío. El Absinthe, hada verde y encantadora de artistas, que además parecía una alhaja líquida que podía uno portar como accesorio al tomar un sorbo de este mágico elixir. Incluso una copa de vino o de champagne, que bien podía permitirse al ser la dueña de este épico lugar

Pero no, ella eligió una cerveza. Y la pidió en una tarro pesado. Casi puedo oler la espumeante fantasía fría. Encontré mucha belleza en la sencillez de esta honesta comanda. 

Ella no tiene que quedar bien con nadie. Le apetece una cerveza, y la pide sin importarle el gélido clima, la compañía, ni las apariencias. 

Salud querida. Nos merecemos esto y más. 


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