El llanto en llamas.

 

Especial agradecimiento a Palomita, a quien me nació contarle el primer borrador y quien acompaña mi texto con su imagen.  También a Juan Pablo, quien me empujó a escribirlo y ayudó a editarlo. Gracias a todos los que me han acompañado, aunque no aparezcan en este relato, ocupan un lugar muy especial en mi corazón.


Siempre lloré mucho, desde que nací.

Después de no querer salir del útero de mi madre cuando ya era hora, el ginecólogo me sacó con fórceps. Le pagué su rescate con un llanto anunciando al mundo mi llegada, que mi madre hasta ahora recuerda.

Lloraba cada vez que me vacunaban. Mi pediatra, un hombre adorable, se paraba junto a mis padres para decirme que lo haría lo más rápido posible. Yo lloraba desde antes de llegar, cuando reconocía el camino a su consultorio. Rosy y Mario, mis papás, probaban distintas técnicas para evitar que llorara. Una de ellas era alimentar la competitividad que tenía con mi hermanito, inyectándolo a él primero y diciendo: “¿Ya ves que no duele? Tu hermano ni parpadea”. Llorando contestaba que él no lo sentía porque su brazo era gordo, el mío tenía menos grasita, con la piel más pegada al hueso. Era mi manera de explicarles que mi dolor era muy mío. Aún si él no lo sentía, mi experiencia era mía, y no podría ser igual a la de nadie más. Yo sí lo sentía y mucho, seguiría llorando cada pinchazo.

Cuando me dio varicela a los nueve años, me dolía el cuero cabelludo, el cual no podría peinar por más de una semana por estar cundido de ampollas llenas de agua que ardían si llegaban a estallar. Me dolía también la garganta al tragar hasta mi propia saliva, entre otras partes que fueron invadidas de aquél virus que trató de poblar mi cuerpo. Fue la primera de tres veces que pensé en querer morir. A mi corta edad, no conocía el término suicidio, y sin embargo lo deseé. Derramé una lágrima y se lo dije a mi mamá: "quiero saltar de la ventana". Ella también lloró conmigo, imagino el dolor que esta idea puede provocarle a una madre.

En mi cumpleaños número diez, mientras bajaba las escaleras con un grupo pequeño de amigas que me seguían para ir a la alberca, encontré a mi papá subiendo con una desconocida. Estaba enseñando la casa a una señora muy elegante. Después me enteré que era una Condesa de Europa. En dos segundos deduje que ella viviría ahí y nosotros tendríamos que dejar mi casa de la infancia. Lloré con mis invitadas quienes acariciaron mi espalda después de comer pastel de cumpleaños.

La presión en los vuelos siempre lastimaba mis oídos. Más de una vez derramé lágrimas sin forzar el llanto. En los aviones, las azafatas me decían que comiera chicles, que abriera y cerrara la boca muchas veces, o me traían vasos con algodón mojado en agua caliente, me decían que los colocara a manera de audífonos. La teoría es que el vapor haría vacío en mis oídos, liberando la presión. Genial, además del dolor insoportable, ahora haría el ridículo, llamando las vistas de los demás pasajeros, a quienes les daba curiosidad mi situación. Los vasos absurdos jamás funcionaron, pero me sentía obligada a usarlos para no hacer sentir inútiles a quienes querían ayudarme.

Mientras muchos me acompañaban en mi interminable llanto, otros me decían que no era bueno llorar. En un intercambio de regalos de broma mis familiares me regalaron un babero de plástico, que al nivel del pecho tenía una especie de cuchara gigante, diseñada para cachar el alimento que cayera, o en esta ocasión, para mis lágrimas, dijeron mis primos mientras reía mi familia. Yo reí con ellos aguantando las lágrimas que sentía venir. Era muy normal que me dijeran: "¿no vas a llorar verdad?".

Es curioso. Yo también evitaba el llanto de mi hermanito haciéndole chistes y chantajes: "Si lloras, mamá nos regaña a los dos". Yo era parte de la cultura de cero lágrimas.

Poco a poco descubrí y me enseñé cómo contener el llanto. Apretando el abdomen, dejando de respirar, tragando saliva y manteniéndola en la garganta. Listo, lo lograste, nadie te verá llorar, estás bien, me decía a mí misma.

Me fui haciendo adulta y noté que el llanto podía ser tan incómodo para los que veían a otras personas hacerlo, que era una herramienta común para conseguir lo que querían. Provocando en el espectador a ceder con tal de que parara ese húmedo espectáculo no solicitado.

No solo era molesto para la gente que me rodeaba, sino que además denotaba debilidad y me ponía en desventaja. En la primera prueba de oratoria de la escuela que tuve en la secundaria, frente a personas  de confianza que veía ocho horas diarias como mínimo, me paralicé. No lloré, sólo corté mi discurso antes de terminarlo, cerré con un “gracias” y me alejé del estrado. La niña que me siguió se extendió en un llanto que parecía no tener fin. Escuché burlas y críticas. Yo era ella, pero con un gran talento para guardar esas gotas con sal.

La primera vez que me partieron el corazón a los quince años, mi mamá me dijo que esa persona no merecía mis lágrimas. “Ni siquiera cuando genuinamente existen razones, se le permite a la gente llorar”, pensé.

Mi papá anunció que tenía cáncer. "¿Quién me va a entregar en mi boda?", fue lo primero que mi mente de dieciocho años le permitió decir a mi boca. De haber sabido todos los eventos importantes y todos los días comunes y corrientes en los que mi papá me haría falta, creo que seguiría en esa cama llorando. Afortunadamente en ese momento sólo pensé en mi futura boda.

En la universidad mi censura con el llanto se reforzó. “Es malo llorar”. Más si eres mujer: “Pensarán que estás en tus días”. Qué vergüenza que se entere la mitad de la población que no menstrúa, que tú sangras cinco días al mes. Como si fuera el único momento en el que las mujeres, tuvieran el permiso para hacerlo. “La otra mitad que sabe que sangras por experiencia propia, se calla. Hazlo tú también”.

En el trabajo, ni se diga. “Perderás la confianza de tus superiores transmitiendo que no eres capaz de lidiar con la presión”, una de las preguntas más populares durante las entrevistas de contratación en cualquier empresa.

Pasaron 37 años de mi vida, aprendiendo a contener el agua que mis lagrimales querían soltar.

En 2020, operaron a mi papá, me enteré que estaba completamente invadido por el cáncer. El mismo año una pandemia cerró las fronteras y los negocios; viví la mayor parte del año con la mitad de mis ingresos y con una incertidumbre intolerable sobre lo que pasaría. Aprendí a planear 12 horas a la vez, en vez de 12 meses adelante.

A don Mario,  logré decirle todo lo que tenía que decirle. Había escrito una despedida que una tanatóloga me había recomendado leerle. Me daba mucho miedo ponerme a llorar con él, pensaba que debía ser fuerte para no desanimarlo. La especialista me dijo, "no hay mejor momento que ahora para llorar con tu padre". Un día me armé de valor y decidí hacerlo de mi bronco pecho, parafraseando aquella despedida. Y por supuesto que derramé lágrimas mientras lo hacía. ¿Pudo haber sido diferente? Ahora sé que no.

Mi papá murió. Diez meses después llegó mi primer cumpleaños sin él.

Me desperté. Tomé una pastilla para la tiroides como todas las mañanas. Me tomé de fondo el vaso con agua que siempre preparo una noche antes. Terminé el agua y, como si tuviera un canal directo de mi boca a mis ojos, lloré un vaso entero. Mi papá no me llamaría para preguntarme si me preparaba una fiesta con música en vivo o si hacía reservación en algún restaurante. Este año mi papá no me abrazaría para darme una sonrisa en esta vuelta al sol.

Al terminar pensé: “Hoy es ese día”. “No trates de resistirte porque será imposible olvidar cuánto extrañas a tu persona favorita”. Tomé mi celular y le escribí a mi jefa en el trabajo: "Ando con lágrima floja, si lo notas no digas nada". Mi esposo me llenó de besos y abrazos. Balú, mi perro, me llenó de cariño como todas las mañanas. Me vestí y manejé a mi bella oficina, un hotel que está excepcionalmente rodeado por naturaleza.

Hablé con mi papá en el camino. Se burló de mí, llamándome "chechona" como se acostumbra decir en Mérida. Le contesté "igual que tú" y se calló.

Inicié mi jornada laboral. Los representantes de mi agencia externa, proveedores de mi departamento con los que tengo una relación muy cercana, me regalaron un collar de cristal. Me emocioné e inmediatamente pedí su ayuda para portarlo.

Este sería posiblemente uno de los días con más presión de mi carrera. Entre otras cosas tenía a mi cargo la producción y el éxito de una transmisión en vivo con los principales medios de comunicación del país. 45 segundos antes sonaba el taladro de una construcción a tan solo pasos de los lentes que filmarían. Me quité los zapatos, corrí frente a las cámaras aún apagadas y ordené a la maestra de obra absoluto silencio.

La transmisión duró una hora. Chasqueé los dedos al menos tres veces para pedir corrección de audio y para modificar la posición de los micrófonos. Hicieron preguntas durante 30 minutos.

Fue un éxito.

"¡Corte!", gritó el director. Mis hombros parecieron tocar el suelo y una cascada rodó por mis mejillas. Inmediatamente el equipo de producción, mi jefa y mis compañeros me cantaron Las Mañanitas. Me abrazaron sin importarles la sana distancia y a mí menos.

"Tu papá te está cuidando", dijo mi jefa. "No, mi papá me está haciendo bullying", me reí con ella.

El día estaba lejos de terminar. Seguía una sesión de fotos con una bella actriz y la revista favorita de la realeza española. A la hora de la comida compartí la mesa con la editora de la revista, la directora de la agencia y la bella actriz que había accedido a participar en el proyecto.

Comí la hamburguesa más sabrosa que había probado en mucho tiempo. Al terminar, la actriz, que también es joyera, me obsequió unos aretes de cristal a juego con el collar que me habían regalado más temprano. Me emocioné mucho y derramé una lágrima de felicidad. La actriz y joyera me halagó: "qué bonito te iluminas".

Tomé un carrito de golf para llevarlas a la playa a la sesión de fotos. Atravesamos un puente sobre la laguna. Por primera vez en cuatro años, un cocodrilo de más de dos metros se acercó a saludarme. Le di las gracias a mi papá por este regalo de cumpleaños. 

Me convocaron a una junta sorpresa. “¡¿Es en serio?! ¿Quién convocó esta junta? ¿No entienden que estoy en friega?". Mi equipo había conseguido un pastel de chocolate sin gluten. Mi Tiroiditis de Hashimoto, la enfermedad autoinmune que me acompaña desde hace varios años, me exige evitar el gluten entre otros alimentos inflamatorios. Este pastel era un gran detalle. Me cantaron y me abrazaron. Mi jefa quemó sus dedos para encender un cerillo a falta de vela. "Pide un deseo", dijo la española rubia.

Finalmente me iría a casa. Mi esposo decoró la sala y compró gorros de celebración. Mi madre manejó una hora para estar conmigo y horneó a la perfección mi pastel de chocolate favorita, a base de nuez en vez de harina. Sostuvo sus lágrimas en representación de ella y mi papá, esta noche no habría tristeza. Reí hasta que me dolió el estómago con personas que quiero mucho.

Al día siguiente hablé con mamá de temas muy duros que no había tenido las agallas antes de tocar. Sentí las lágrimas formarse desde mis tripas. "Mamá, si lloro, déjame ser. Necesito decirte todo esto". Y funcionó. Le dije cosas muy poderosas, entre ellas dije “ya estamos grandes para andar con penas”, y me di cuenta que era una revelación nueva para mí también. Rosy recibió mis palabras con amor. No me detuvo, no me abrazó, no me dijo que no llore. Lo recibió. ¿Puede funcionar esto de llorar sin perder autoridad y credibilidad?

El fin de semana estaba decidida a ir a Mérida después de muchos meses. Estaría con mi hermana quien pasaba por un duelo adicional y conocería por fin a la tercera hija de mi mejor amiga.

Me instalé en casa de mi hermana. Ella llegó más tarde para hacer el plan del resto del fin de semana. Subí al coche para ver a mi amiga.

Yo me imaginaba un convivio en el jardín. Con sandwiches en bolsa de plástico. Con mucho gel anti-bacterial, sin abrazos, sin tacto, con agradecimiento de verla a ella y a su familia, aunque fuera a unos metros de distancia.

Mi amiga abrió la puerta y me recibió con el primer abrazo que nos habíamos dado en un año. Me percaté de ello y lloré a gusto en sus brazos, solté todo.

No solo estaba ella, sino mi otra mejor amiga. La primera persona que me contó chistes en la secundaria al momento de conocerme y que antes de saber mi nombre me había hecho llorar de risa. 

Mis dos amigas habían montado un pequeño banquete celebrando no sólo mi cumpleaños, sino también nuestra reunión, el poder compartir ese espacio tan bello, poder coincidir en esta vida y reconocernos como aliadas. Comí, bebí, reí. Disfruté a mis sobrinas y mi familia por elección. Ya estaba servida, era suficiente.

Esa noche volvimos a casa de mi hermana mayor. Mi primera amiga incondicional desde que pude entender sus palabras, antes incluso de poder responderle con las mías. Lloró conmigo, mentamos madres, abrimos vino. Hablamos con nuestro hermanito y compartimos nuestras emociones. Comparamos cómo cada quien ha vivido el duelo diferente a la distancia, y sin embargo, nadie en el mundo más que nosotros y nuestro hermano grande, saben lo que es perder al mejor padre que este mundo ha tenido.

Al día siguiente, mis sobrinos durmieron hasta tarde por el desvelo especial de la noche anterior. Mi esposo salió por el desayuno. Mi hermana y yo compartimos la cocina en silencio. Me nació contarle que había perdido un bebé un par de años atrás. Una experiencia bastante común en mujeres fértiles, más no por ello una que deje de ser sumamente dolorosa. Me reclamó mi hermana: "¿por qué no me dijiste antes?". Le respondí que por miedo a llorar. "Lloras por todo", me dijo. Finalmente abrí los ojos. Sin un solo gramo de reparo le dije: "sí lloro por todo, pero no estaba lista para llorar por esto contigo".



Imagen por Paloma Flores 


¡Sí! Siempre he sido sensible. Mi cuerpo reacciona inmediatamente a la alegría, al dolor, a la culpa, al amor. Así soy. Esta soy yo. He aprendido a contenerme para no ir por las calles gritando o llorando. En cambio, caminaba en silencio, tratando de entender todas las emociones que sentía para filtrarlas antes de expresarlas y no ahuyentar a los que me rodean.

Todas esas veces que he contenido el llanto, la emoción viaja a mi espalda, clavando pequeñas montañas de dolor que más de una vez me han paralizado el cuello. Soy una chillona, o como dice mi papá, una "chechona". No me hace débil. No me hace cobarde. No me hace tonta. Tengo una capacidad enorme para sentir, y si dejo que esto fluya, mis ideas, mi creatividad y todo lo que soy, fluye conmigo. Lloro por todo y esto me hace más fuerte, me hace quién soy.

Me he prometido a mí misma quitarme el tabú de llorar. Seguro tomará práctica, así como me tomó aprender a contener las lágrimas. Si logro vivir más años, espero al menos otros 37, de la mano del llanto, y de todas esas cosas que siento, reconociéndolas sin paralizarme, podré vivir orgullosa de una cosa más en este viaje astral.

Sin saber de esta nueva promesa, en el trabajo, cada vez que veía a alguien con intenciones de llorar -porque soy experta en esa expresión- le pregunto si está bien. Cuando me dicen que quieren llorar, les respondo "hazlo, vamos a mi oficina, cuando termines lávate la cara y sigue con tu día". Ahora tomaré mi propio consejo.

Por cierto... En mis treintas también aprendí que el dolor en los oídos al volar, se quita al ecualizarlos. En cuanto sientes algo de presión, debes taparte la nariz y soplar con la boca cerrada, hasta que se sienten normales de nuevo. Repite esto cuantas veces sean necesario, con cuidado para no lastimarte. 


Comentarios

  1. Espectacular Gaby! Gracias por compartir 💜

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  2. Gracias Gaby. Lo leí de un tirón. No se de tí casi nada y con ésto ya sé un poco. Pude x nosotras las Hijas de la Caridad de s. Vicente de Paul. Mañana renovamos nuestros votos. Somos 22,000 en el mundo. Un abrazo. Gracias x platicar de tí. Me encanta conocerte. Te reenvió una foto de ya sobrina, nieta de mi HNA Berta. Le encuentro parecido contigo.

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  3. Es hermoso Guabi! Cada una de tus líneas llenan el corazón y llegando al
    final sin pensarlo tanto, los ojos de lagrimas, esas que vienen del alma y no recordabas que estaban ahí, solo fluyen. Muchas gracias por compartirme este texto pero sobre todo por estos momentos de reflexión profunda. Te quiero 💞

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  4. Gaby está lindisimo, mucho tiempo sin saber de ti. Te mando un beso!

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  5. LA RISA Y EL LLANTO SON HERMANAS, QUE BONITOS RECUERDOS Y MÁS COMO LOS EXPRESAS

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  6. Feliz de seguir conociéndote Gaby! Bebamos y comamos juntas! Lloremos juntas también!!!!

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  7. Que grata sorpresa leerte, me encantó , lo disfruté y wow!!! Te entiendo perfecto.

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