La escuela infectada.
Tenía ocho años cuando mis papás decidieron cambiarme de escuela. Este colegio privado era el más nuevo en la pequeña cuidad de Cancún a principios de los 90 y prometía un mejor nivel educativo. Había dos diferencias respecto a mi antigua escuela que llamaban mi atención: la escritura en letra cursiva como regla para los cuadernos de apuntes y el catolicismo como guía ética, que implicaba entre otras cosas, que el director fuera sacerdote.
Antes de mi cambio de escuela, iba a catecismo una vez por semana, esta era una actividad que disfrutaba. Durante una hora, niños de distintas edades realizábamos pequeñas dinámicas interactivas. Mis favoritas eran jugar con levadura y prender las velas de un altar miniatura.
En la nueva escuela, además del temario requerido por la SEP, tendría la mitad del tiempo clases en inglés, así como clases de moral que sustituirían el catecismo de las tardes. Era divertido “perder” clases viendo videos sobre milagros sucedidos a niños en diferentes partes del mundo. En estas clases también nos enseñaron sobre la vida de "nuestro fundador", a quien se consideraba casi un santo. La definición de santo que nos daban era la siguiente: una persona ordinaria que hace algo extraordinario en el contexto de los valores inspirados en Jesucristo.
Mi grupo de 3° de primaria era pequeño, poco más de veinte niños, en su mayoría del género masculino. Siendo pocas las compañeras, Ana Lucía era la única que vivía cerca de mi casa. Ella era dulce, bonita y con una voz poderosa que no parecía pertenecer a una niña de escasos ocho años. Yo la consideraba una niña talentosa, una característica rara en un niño de esa edad. Ana Lucía siempre tenía palabras amables hacia mí. Yo era introvertida y menos comunicativa en ese entonces.
Mi mamá se organizó con el resto de madres que vivían cerca de casa, se turnaban las rondas a la escuela, y así se ahorraban tiempo y gasolina. Casi todas la integrantes de la ronda tenían “mamá-móvil”. Los niños se apretaban en la parte de atrás, mientras las únicas dos niñas, Ana Lucía y yo, íbamos juntas en el asiento de adelante.
Empezamos a notar las demás niñas, que de la nada, los niños de mi salón empezaron a molestar a Ana Lucía. No sé qué fue lo que provocó ésto, pero no pasó mucho tiempo para que, según lo que recuerdo, toda la escuela dijera que ella "infectaba". Hasta el día de hoy la idea me parece absurda.
Cuando crecí traté de entender qué fue lo que provocó este acoso verbal hacia ella. Cuando me veía con ex-compañeros de la primaria, les hacía preguntas sobre qué pensaban que habría ocasionado esta agresión (aunque fuera a manera de espectadores) de tantos niños hacia Ana Lucía. Unos creían que había iniciado porque el molestón del salón estaba enamorado de ella y convenció a los demás de seguirle la corriente. Otros pensaban que fue un insulto heredado por ser la consentida de una maestra de la cual decían los niños lo mismo. Ella, al ser su consentida, ahora recibía el mismo insulto. La verdad, es que ya ninguna explicación importa.
Un día, esta "moda" persiguió a Ana Lucía a la ronda. "¡Pásate para atrás, te vas a infectar!" - me dijo uno de los niños. Recuerdo el miedo que sentí de sólo imaginar que también podía ser rechazada como Ana Lucía, recuerdo pensar en las consecuencias de quedarme a su lado y que ahora toda la escuela me dijera a mí que yo infectaba. Pasaron menos de un par de segundos y con miedo, le susurré - "No les hagas caso"- y me cambié de lugar a la parte de atrás con ellos. No tuve la madurez para saber que casi treinta años después me avergonzaría de no haber sido más valiente.
Meses después, repentinamente, desapareció nuestro director -el sacerdote- querido por muchos niños y padres de familia. Una mañana en la escuela, nos formaron en el patio de recreo para decirnos que estaba enfermo. Explicaron que había tenido que irse lejos para recibir tratamiento médico y nos pusieron a todos a rezar en coro por su mejora. Un par de meses después, Ana Lucía se salió de la escuela también. Regresaba a su ciudad de origen. No recuerdo haberme despedido de ella.
Una tarde, al volver de la escuela, mis papás me sentaron en la sala de la casa y me preguntaron muy serios - "¿Alguien te ha hecho algo... como fajarte la blusa?"-. Entonces entendí, que si un adulto te faja la blusa podría ser algo malo, algo que no se me había ocurrido antes. Me explicaron que el director y sacerdote de la escuela había lastimado a unas niñas, tocándoles de una manera que una niña no debería ser tocada por un adulto. Se quedaron tranquilos al saber que no había sido mi caso.
Hoy entiendo que fue ese el día que perdí la fe en la religión. ¿Por qué le llamarían “padre” a alguien que lastima a niños que son educados para confiar en él? ¿Por qué pasamos tantas horas escuchando que hay un dios en el cielo que nos cuida y no te dicen que luego se queda mirando desde el cielo cuando un adulto te lastima en su nombre? ¿Por qué no les pregunté qué le pasaría al padre? ¿Por qué no cuestioné: por qué nos están poniendo a rezar en vez de decirnos la verdad? ¿Por qué el famoso pecado de omisión no aplica para los que esconden o defienden a un sacerdote pederasta?
¿Por qué no fuimos toda la escuela a gritarle a su casa y decirle que él era el que infectaba?
Pasaron un par de años antes de enterarme que Ana Lucía fue víctima del director-sacerdote. Tuvo que dejar su casa, su escuela y su ciudad, porque no le hicieron justicia. Fue ella la que salió huyendo, en lugar de todas las personas que la lastimaron.
Unos años después salió a la luz que el fundador estaba muy lejos de ser un santo, habiendo abusado a muchos menores y protegido a muchos sacerdotes que siguieron su ejemplo. El director de mi escuela repitió patrones de abuso, producto de heridas sin resolver de su propia infancia. Este sistema educativo y sus integrantes, abusaron de su poder sobre los menores, mismos que fueron adoctrinados para confiar en ellos.
Hoy suena el caso nuevamente, gracias a Ana Lucía y personas como ella, quienes no dejan que les callen. Los padres de Ana Lucía creyeron en ella, pero la escuela y su organización desapareció al director antes que pudieran tomar acciones legales en su contra.
Si pudiera hacerlo diferente, me quedaría con ella en el asiento de adelante, sosteniendo su mano. Al preguntarle qué puedo hacer hoy (porque no podemos cambiar el pasado y sólo nos queda mejorar el futuro), Ana Lucía me pidió replicar las noticias, darles visibilidad para que cada día más las personas entiendan la gravedad de estos actos, para que estos crímenes ya no sigan siendo ignoradas y pronto, sea difícil que vuelvan a permitirse.
Como miembros de la comunidad, debemos darles la confianza a los menores -y a cualquier víctima- de poder acercarse a nosotros, transmitirles amor y respeto propio para que puedan cuidar de su bienestar; aunque esto implique conflicto con un líder religioso, de una familia o el día de mañana, de una empresa.
Es importante hacer consciencia sobre el problema y educar a los niños y a sus padres, para que tengan herramientas para poder identificar señales de riesgo y prevenir que sean violentados sexualmente. La reputación de una organización, jamás debe estar por encima de la integridad de un ser humano.
Ser amables y practicar la empatía como niños, adolescentes y adultos es igual de importante para lograr un cambio. Ninguno de nosotros sabíamos por lo que Ana Lucía estaba pasando, pero sin duda pudimos haberlo hecho mejor. Si bien esa tarde en la ronda, las acciones de los niños y las mías no pudieron evitar lo sucedido a Ana Lucía, contribuimos a un ambiente solitario y hostil para ella en su tiempo en la escuela. No tengo manera de saberlo, pero creo que las cosas pudieron haber sido distintas, si ella hubiera encontrado amigos y compañeros en vez de agresiones de los que pudimos haber sido un apoyo en la medida que nuestra edad lo permitía.
Hoy escribo esto con la esperanza de abrir el diálogo y abrir los ojos de alguien que pueda ayudar a prevenir que esto le suceda alguien más.